Capítulo 4 Vida y trajines en Bogotá

12.12.2019

En este capítulo Röthlisberger habla sobre Los diversos medios sociales, el lujo e instalación de las casas, las fiestas, reuniones, exposiciones y recreos; la Colonia extranjera y acogida que se da a los forasteros, Los obreros, los indios, los gamines, el orden público, los cementerios y entierros, la vida religiosa: beneficencia y mendicidad; fanatismo y tolerancia, El ejército, las luchas electorales, el reclutamiento por la fuerza, la seguridad y el paisaje nocturno; todos los temas tanto de Bogotá, como de Colombia en general.

Así, empieza diciendo que la vida social está determinada en Bogotá por las castas dominantes, que se fundan en diferencias raciales y en el disfrute de poderíos y patrimonios. Los blancos y los que quisieran serlo, así como los mestizos, ocupan las altas posiciones sociales y todos los altos cargos. Sólo excepcionalmente han conseguido llegar algunos indios hasta las superiores dignidades de la política; y ello por medio de una extremada astucia, gobernando así el territorio que se les confiara. Ejemplo de ello fue el antiguo presidente de Cundinamarca, conocido de todos por el indio Aldana, que sería Daniel Aldana, un militar y político tolimense, elegido por primera vez para la presidencia de Cundinamarca en el periodo de 1866 - 1867 y un vicepresidente de la República, el general Payán, a quien, también con menguado respeto, se llamaba «el indio Payán».

La clase superior se compone de la aristocracia del dinero y de los latifundistas, que viven en la ciudad de sus rentas, dirigiendo el cultivo de sus campos por medio de administradores -mayordomos-.A la mencionada clase pertenecen también los altos funcionarios públicos y los políticos. Viene luego la nobleza, constituida por quienes viven de las llamadas profesiones liberales, como médicos, abogados, profesores, etcétera. Por último, se encuentran las clases que migraron del campo a la ciudad para dar a sus hijos una buena educación y para establecerse en la capital. En este apartado, el autor deja entrever el por qué del titulo de su obra cuando afirma "Bogotá es realmente para la mayor parte de los colombianos, a quienes faltan puntos de comparación, el verdadero El Dorado, la más atractiva de todas las ciudades de la Tierra".

El autor realiza una descripción sobre el lujo e instalación en las casas de la aristocracia: Las salas de estar, las cortinas y hasta los adornos de las paredes que son los que pueden dar una idea de la altura espiritual e intelectual de sus dueños. En ocasiones festivas se ostenta un lujo que en nada tiene que envidiar a las casas principales de París.

Sobre las reuniones, exposiciones y vida nocturna de la capital, Röthlisberger relata que para la época no había muchos espectáculos públicos, por lo que la vida social se desarrollaba en los salones particulares, especialmente los bailes juveniles. Sin embargo, existían espectáculos como las conferencias públicas sobre temas filosóficos e históricos que duraron hasta que el sacerdote del Templo de San Carlos, ubicado en la calle 10 entre carreras 6 y 7; empezó en sus sermones a prevenir sobre la asistencia a tales disertaciones. También, como eventos públicos había conciertos, aunque pocos, la lidia de toros en la plaza de San Victorino y las cabalgatas de los caballos que utilizaban las clases altas para practicar la equitación.

Por su parte, la acogida para el extranjero en Bogotá es excelente debido a que los extranjeros no son muchos en la ciudad, sin embargo, en ella hay alemanes, franceses, italianos, y dos o tres suizos. El autor relata las visitas de formalidad que tenían que ejecutar los extranjeros a las familias capitalinas que los habían recibido, que se daban los domingos entre la una y las tres de la tarde. Sobre las conversaciones apunta que toda reunión de hombres se mueve siempre, en más de sus tres cuartas partes, en el terreno de la política actual. El extranjero que día a día escucha el comentario continuo de este tema se siente fácilmente atraído por la conversación y empujado a participar apasionadamente en ella.

Interesante es la mención que hace de algunos grupos sociales como por ejemplo, los artesanos de quienes refiere que son liberales en su mayoría y accesibles a las ideas nuevas, deseosos de ilustración, hasta en las cosas que les son muy lejanas; son inteligentes y diestros y están poseídos de un gran espíritu de emulación. También habla de la gente del pueblo, utilizada la palabra pueblo por los bogotanos en el sentido de plebe, o sea los indios «civilizados». Ellos son los que con el trabajo de sus manos cultivan la tierra; ellos son los mediadores del tráfico económico, pero también las bestias de carga de las clases superiores; ellos son quienes han de apechar con los desempeños más bajos. Las mujeres tienen igual parte en sus esfuerzos, y hasta en algunos lugares trabajan más duramente que los hombres. Estos, en cambio, sirven de carne de cañón en las guerras civiles. Es una masa obtusa y amodorrada, no falta de dotes naturales, pero que, mantenida por los españoles bajo total opresión, ha dormitado durante siglos enteros, y que, a causa de los modernos exploradores, de los latifundistas y los políticos, no ha llegado todavía, en modo alguno, al disfrute de un destino mejor.

Describe también al gamín o chino de Bogotá, una subclase dentro de la clase baja, el cual trabaja primero de limpiabotas, luego, de vendedor de periódicos, de mandadero, y finalmente es soldado. Sumamente vivo y desenvuelto, de gran astucia e inteligencia, constituiría un magnifico material pedagógico si se cuidaran de educarlo, pues él conoce bien el valor de la instrucción. Es raro el muchacho de esos que no sepa leer y al que no se vea hacerlo cuando le queda un rato libre. Si así no fuera, los otros se reirían de él, y tiene que aprender por sí solo ese arte. Ordinariamente es «liberal», sin comprender, como es lógico, lo que esa denominación de partido encierra en sí, pero sintiendo que tal grupo ideológico cuida con mejor voluntad de su suerte y su educación. En las revoluciones el gamín pasa casi siempre a formar parte de la tropa.

Especial es su descripción acerca de los penados de la capital, los cuales eran vestidos de color gris, se empleaban en trabajos en las calles, arrancando malas yerbas en las plazas o como obreros de la construcción. Su custodia estaba encomendada a los soldados, pobres indios, que de buena gana confraternizaban con ellos; todos los presos, casi sin excepción, pertenecían a la más baja plebe, en tanto que la «mejor» sociedad apenas si llegaba alguna vez al contacto inmediato con la justicia penal. Sólo en las épocas más revueltas se han utilizado presos políticos para barrer las calles. De cuando en cuando, los presos ofrecían a los transeúntes pequeños objetos, como tallas en madera, trabajados por ellos mismos. Después de oscurecido, se les llevaba entre dos filas de soldados con bayoneta calada, y así pasaban lentamente, en desfile camino del Panóptico a través de la ciudad. Para entonces se hallaba todavía en sus comienzos la reforma penitenciaria. La prisión era más bien un lugar donde los indios pasaban la vida sin trabajar demasiado; de ordinario recibían duros castigos mientras algún pícaro redomado se escapaba sin escarmiento. Ni enmendados, ni tampoco empeorados, eran puestos en libertad. Las evasiones se producían de cuando en cuando. Los delincuentes peligrosos eran vigilados severamente.

El autor dedica una parte especial del capítulo a la vida eclesiástica. La Iglesia católica está dotada del más amplio poderío desde la época de los españoles, es para las clases bajas la única representante de la sanción moral y de un idealismo del anhelo humano hacia algo más alto e inaprehensible. La Iglesia es al propio tiempo la más importante guardadora del arte; con su música de órgano eleva el espíritu, y con sus cánticos es casi la única que cultiva la forma coral y la armónica unión del canto individual y el colectivo. Por último, en torno a la Iglesia se concentran los principales acontecimientos de la vida del hombre, como también los usos cotidianos. Exteriormente, la Iglesia católica goza de gran poder. Junto con el Ejército, ella es la única fuerza de Colombia organizada con verdadero rigor, y por eso su importancia en el orden político es también decisiva. Bajo su arzobispo y el nuncio apostólico, ha configurado totalmente el edificio jerárquico y se mueve con asombrosa seguridad sobre terreno tan propicio.

El autor resalta que muy solemne era siempre la gran procesión del Corpus Christi, así como las que salen en Semana Santa y por Navidad, de las cuáles el autor realiza una descripción ceremonial detallada. En la Catedral la máxima fiesta era la del Corazón de Jesús, en cuya ocasión el altar mayor desaparecía prácticamente bajo un artístico mar de flores. La más selecta música sonaba en tales solemnidades; los coros, lo mismo que en las grandes ceremonias fúnebres, eran realmente soberbios y majestuosos.

Muy unidas a la iglesia estaban los centros de beneficencia puesto que estos eran administrados por congregaciones religiosas. El autor cita en primer lugar a la Sociedad de San Vicente de Paúl, que, hace mucho bien y organiza bazares o tómbolas en favor de los pobres. Luego menciona a las Hermanas de la Caridad, que dirigen el hospital principal, así como un hospicio u orfelinato y otras varias instituciones como colegios para niñas, escuelas primarias, etcétera. Para Röthlisberger, por desgracia, estas Hermanas de la Caridad son muy inclinadas al dinero -del que, por lo demás, envían grandes sumas a Europa-, que sus propiedades aumentan a una velocidad sorprendente y siempre están comprando, al contado, nuevas casas. A pesar de sus lamentaciones -yo casi diría limosneos- hay mucha gente, entre ellas personas caritativas, que ya no les dan nada. Como instituto independiente, auxiliado por particulares y en especial por personas sin confesión religiosa y por los masones, ahora prohibidos, existía entonces el Asilo de los niños desamparados. Este representaba una verdadera necesidad para Bogotá, pues allí se educaba, por lo menos, a los enteramente descuidados golfillos callejeros, instruyéndoseles para ganarse el pan como miembros útiles de la sociedad por medio de un oficio manual o cualquier otro género de trabajo.

Pese a la prepotencia de la Iglesia, muchos bogotanos se hallaban apartados de ella -la mayoría íntimamente, sólo unos pocos de manera pública-. Esto tocaba en especial a la juventud universitaria, a algunos cientos de artesanos y a unos pocos hombres de ciencia. La mayor parte sigue con sus prácticas religiosas, aunque ya no crean en la eficacia de estas. Van a misa, confiesan y reciben los sacramentos en el lecho de muerte, sin que les inmute ese formalismo hipócrita. Pero, al menos, y pese a la reacción del clero católico el año 1885 y a la presión ejercida sobre todas las conciencias, se logró tanto, que la nueva Constitución de 1886 -la cual declara como religión de la nación la católica, apostólica, romana- garantiza la libre práctica de los otros cultos y confirma solemnemente, por lo menos en el papel, el principio de la libertad de credo y de conciencia.

Finalizando el capítulo, el autor habla sobre las fuerzas armadas. Colombia cuenta con un ejército regular de algunos miles de hombres, con efectivo variable, hallándose en la capital las mejores fuerzas. Estos soldados, la Guardia Nacional, en su mayor parte indios y mestizos, reclutados en cualquier parte y raramente en virtud de ley, constituyen un núcleo militar en torno al cual pueden agruparse en las revoluciones las tropas urgentemente alistadas. Tales fuerzas son el apoyo formal del gobierno, sobre el que este puede laborar con confianza. Los días de elecciones se convierten para las tropas y para la población en fechas duras y difíciles, en las que siempre se piensa con alguna preocupación.

Ese día, en diferentes puntos de la ciudad, y por entero al aire libre, se instalan pequeñas mesas y tras ellas toma asiento el respectivo jurado electoral. En torno, los soldados con bayoneta calada. El jurado tiene ante sí una lista impresa de las personas capacitadas para votar. Estas van desfilando una tras otra, sin hallarse provistas de papel de identificación alguno, y depositan su voto en la urna. Automáticamente se tacha en la lista el nombre del votante. Ahora bien, está al entero arbitrio del público y del jurado si un determinado individuo puede votar o no; pues muchos, estudiantes sobre todo, se atreven a dar su voto en diferentes urnas, y en cada sitio se llaman con distinto nombre. Si luego se presenta el verdadero votante, se encuentra tachado en la lista y, a pesar de todas las protestas, tiene que retirarse humillado y escarnecido.

Es raro que en días de elecciones no se juegue con el revolver. Por fortuna, estos artefactos, la mayoría de las veces, no dan en el blanco, y las desgracias son de menor cuantía. Pero la inquietud de los ánimos es tanto mayor cuanto que las tropas están dispuestas a acudir a la primera señal de alarma y a hacer fuego sin consideración sobre la inobediente multitud, como ha acontecido en diversas ocasiones. Si hay que elegir un candidato liberal y se encuentran más votos conservadores que liberales, entonces se vuelca la urna y se disuelve el jurado, o este proclama después del recuento: «¡Quien escruta, elige!». Las elecciones son, pues, desgraciadamente, en Bogotá como en toda Colombia, un juego dirigido por la gente más gritadora, por aquellos que esperan alcanzar del nuevo presidente favores o cargos. Muchos hombres honorables, los mejores ciudadanos precisamente, no acuden ya a las urnas. Fue también significativo que nuestro rector (Antonio Vargas Vega) retuviera en esos días a los internos, acuartelados como tropas en el edificio de la Universidad. Cuando las elecciones no se desarrollan libre y honestamente, no hay democracia posible, y eso lo mismo en Colombia que en cualquiera otra parte. Así acontece que los derrotados en los comicios recurren, con aparente derecho, a la revolución como medio para derrotar al presidente en tal forma elegido.

De forma sombría se advierte siempre la perspectiva de la cercana explosión de una guerra civil; al caer la tarde los soldados marchan en formación por las calles de la ciudad y detienen a todo pobre diablo que cae incautamente en sus manos, respetando al que lleva sombrero de copa o va bien trajeado. La persona así capturada es puesta entre dos filas de bayonetas; la marcha continúa hasta haber reunido veinte, a menudo cuarenta o cincuenta, de estos infelices. De ese modo, amarrados a veces como reses destinadas al matadero, se les conduce al cuartel, donde quedan presos y donde se les obliga a enrolarse para la guerra. Muy raramente logra librarse el individuo tan violentamente reclutado, y muchas personas influyentes no consiguen eximir del servicio militar a sus criados, a sus obreros, a sus cocheros. 

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